Cuando la vida era normal, mis estudiantes y yo nos reuníamos en salones de clase.
Mis favoritos son los pequeños y acogedores donde nos sentamos de frente alrededor de una mesa de seminario y la conversación fluye con facilidad. Los grupos de tamaño mediano se reúnen en un aula cuadrada con ventanas a lo largo de un costado. Más o menos por esta época del año, hace un calor insoportable por la tarde, a medida que entra la luz primaveral. Mis alumnos se encorvan soñolientos en esos incómodos mesabancos, dispuestos en hileras desordenadas, mientras yo camino en la parte frontal del aula, tratando de despertar su interés en algún tema antropológico oculto. En ocasiones tengo éxito. Las clases introductorias se imparten en un salón de conferencias grande y, desde mi perspectiva privilegiada al fondo del salón, veo hileras de estudiantes sentados organizadamente ante mí. Hace poco empecé a utilizar gafas oftalmológicas para poder distinguir sus rostros, que habían empezado a verse borrosos a consecuencia de mi entrada a la mediana edad.
Cada tipo de aula presenta distintos desafíos y placeres, pero todos tienen una cosa en común. En estas aulas, los estudiantes son iguales entre sí en apariencia. Se sientan en las mismas sillas.
Ahora hemos perdido nuestros salones de clase y me temo que, con ellos, también perdimos algo vital.
En la entrada del edificio del campus de Queens College en Flushing, Queens, donde he impartido clases durante 14 años, lo primero que veo es una cita de la crítica cultural bell hooks: “La academia no es el paraíso. Pero el aprendizaje es un lugar donde se puede crear el paraíso”. En el libro del que se han tomado estas palabras la autora continúa: “El aula, con todas sus limitaciones, sigue siendo un lugar de posibilidades”.
Cuando la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY, por su sigla en inglés) cerró sus campus, empecé rápidamente a convertir en videos las conferencias restantes de mi curso de Introducción a la Antropología Cultural que tiene 130 alumnos inscritos. Con el cambio radical de horarios, un acceso limitado a las computadoras, wifi intermitente y otros obstáculos, las clases virtuales simultáneas para grupos de este tamaño son imposibles. Los estudiantes ahora pueden ver mis conferencias en sus teléfonos.
En el grupo reducido de mi seminario, usamos la plataforma de Zoom para recrear la experiencia del aula lo más posible. Mientras hablamos sobre nuestras lecturas, observo los carteles, las fotografías y los tapices que decoran las paredes de mis estudiantes. Observo a sus parejas y mascotas moviéndose como sombras en el fondo. Veo áreas de trabajo improvisadas en espacios estrechos e incómodos. Cuando un estudiante abre su micrófono para hablar, escucho ruidos de fondo que distraen.
Con frecuencia, estas intimidades de Zoom son entrañables y, en ocasiones, agradezco las extrañas e inesperadas formas en que este periodo de aislamiento forzoso trae nuevos tipos de cercanía con los demás. Me gusta saber que un estudiante bebe té de una gran taza de cerámica, mientras que otro parece tener buena mano con las plantas de interior, pero también soy consciente de que estos vistazos a los hogares de mis alumnos violan el contrato implícito del aula, donde los estudiantes tienen cierto control sobre los aspectos de sus vidas que se ven fuera de la escuela.
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