El 1 de junio de 2019, Nayib Bukele asumía su cargo como nuevo presidente de El Salvador y había gran curiosidad por saber cuáles serían las bases de su gobierno.
Y no era para menos: su histórico triunfo en las elecciones cuatro meses antes había conseguido romper con el tradicional bipartidismo existente en el país desde el fin de la guerra civil.
Y lo consiguió él, un joven empresario millenial que se perfilaba como símbolo de la renovación política y le prometía un giro radical en la gestión del país a una población hastiada por la pobreza y la violencia que le hizo llegar a tener una de las mayores tasas de homicidios del mundo.
Y aunque 12 meses después sigue disfrutando del rotundo y mayoritario apoyo de la población salvadoreña según las encuestas, Bukele también enfrenta duras críticas por algunas de sus decisiones, especialmente desde organismos internacionales y de derechos humanos.
Sus enfrentamientos públicos con el Congreso y la Corte Suprema y sus drásticas medidas frente a la pandemia de coronavirus han llevado a algunos a acusarlo de autoritarismo y de querer acumular demasiado poder hasta el punto de poner en peligro la joven y frágil democracia del país.
Porque si hay algo que Bukele consigue, casi con cada tuit que publica desde su red social favorita para hablarle al mundo y darle ordenes a sus funcionarios, es no dejar a nadie indiferente con sus acciones.
Separación de poderes
La inquietud de ciertos sectores hacia la figura del presidente salvadoreño se disparó a raíz de su polémica entrada en la Asamblea Legislativa acompañado de militares el pasado mes de febrero.
Con aquella sorprendente imagen, bautizada popularmente como “Bukelazo”, pretendía presionar al Congreso -en el que su partido no tiene representación- para que aprobara la financiación de la siguiente fase de su plan de seguridad.
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